martes, 22 de abril de 2008

Frente al fallo del Tribunal Constitucional


Álvaro Ramis, Centro Ecuménico Diego de Medellín

Los integrantes del Tribunal Constitucional que han votado en favor de prohibir la distribución de la píldora del día después en los servicios públicos de salud, han argumentado que lo han hecho siguiendo sus convicciones de fe católica. Como se trata de materias en las cuales opera la conciencia, sería de una decisión legítima en derecho e incuestionable en términos morales. Se trataría, en su opinión, de la única opción que podría asumir un católico.

Sin embargo, si se revisa con atención la tradición teológica del catolicismo resulta posible reconocer que, en materia moral, siempre ha existido una gran diversidad de posturas. Esto se ha reflejado en los debates que han cruzado a la Iglesia a lo largo de su historia, discusiones que pueden sintetizarse como una pugna prolongada entre integristas y moderados, la que ha llegado hasta nuestros días y que se refleja en una multitud de debates referidos a la convivencia humana.

Integrismo y moderación se han enfrentado con especial fuerza en temas ligados con la sexualidad. San Agustín, en el siglo IV, ha sido señalado como uno de los responsables de introducir en el cristianismo una fobia antisexual que hasta hoy no se supera. De hecho, él fue quien afirmó que la "impureza" del acto sexual persiste aún dentro del matrimonio. San Agustín describió el acto sexual como un fenómeno irracional, que se apodera por completo de las personas, haciéndoles perder el control por medio de sacudidas violentas, que escapan al control de la voluntad. Por tanto, la sexualidad es entendida como una carga para la especie humana, castigo verdadero por el pecado original.

La postura agustiniana no fue aceptada sin resistencias y, de hecho, sus posiciones respecto de la sexualidad siempre han sido consideradas por la Iglesia Católica como una opinión más. Pero es imposible dejar de reconocer que esa mirada sobre el tema penetró con fuerza en la cultura medieval y tiñó de culpa y pecado lo que hasta ese tiempo era visto como una bendición divina. Entonces, la sexualidad sólo era objeto de reflexión ética en cuanto se trataba de una relación social, que requiere regulación y responsabilidad. Con San Agustín el sexo pasó a ser un conflicto con uno mismo, donde entraba en juego la capacidad de la voluntad de controlar el deseo sexual para alcanzar una castidad "perfecta", carente de pensamientos "impuros" e impulsos "desordenados". Así, se formó toda una escuela de moralistas, que buscaron la vía de controlar y reprimir las conductas humanas inclinadas a dejarse llevar por tendencias libidinosas.

En el siglo XVII, los seguidores más radicales de Agustín formaron el movimiento Jansenista, que puede considerarse un antecedente de los conservadurismos e integrismos católicos de los recién pasados 100 años. Para los Jansenistas, el anhelo humano de placer, en especial sexual, representa una muestra de que la libertad humana es imposible. Los seres humanos somos incapaces de refrenar el deseo y, por ello, la solución es la imposición de leyes rigoristas, represoras, puritanas. El cuerpo humano se transforma así en cárcel para el alma, que anhela ser liberada de los "bajos instintos carnales". Se impone una antropología dualista, en que la corporalidad se degrada a un contenedor de las "sucias pasiones humanas", que deben ser contenidas y diluidas por el espíritu, mediante el ejercicio elevado de la voluntad.

Frente al jansenismo y al agustinismo se levantaron diversas escuelas morales que se aproximaron de modo muy diferente a estos problemas. Una de ellas, el probabilismo, es muy relevante a la hora de analizar el fallo respecto de la píldora del día después, porque se basa en el principio moral de Tomás de Aquino: "La ley dudosa no obliga". Defendida por jesuitas del siglo XVI, como Francisco Suárez, el probabilismo se basó sobre una mirada optimista de la naturaleza humana. Lo que constató es que el ser humano se enfrenta a infinitos escenarios de decisión moral, lo que hace impredecibles las consecuencias de una ley unívoca y absoluta. El principio probabilista In dubio pro libertate -es decir, en la duda, libertad- justifica que cada persona, en situaciones en las que existe más de una opinión legítima y autorizada, decida por sí misma.

Basta examinar la propia tradición católica para encontrar argumentos que desafían a nuestros modernos integristas del Tribunal Constitucional. Argumentos que también nos sirven para resistir, de manera legítima, las imposiciones arbitrarias de quienes se erigen como los enemigos de la libertad.

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